sábado, abril 09, 2005

Amparo y desafuero, no a la democracia

Luego de una larga vida política de desprecio a la ley y de ventajas en negociaciones amenazadas por la violencia social, a Andrés Manuel López Obrador le llegó la hora de la legalidad. Acostumbrado a brincarse la ley, el jefe de gobierno del DF ha sido acorralado por el Estado de derecho.


Su máxima victoria política había sido en 1995. Luego de perder las elecciones en Tabasco, López Obrador puso a Porfirio Muñoz Ledo a negociar en lo oscurito con la Secretaría de Gobernación de Esteban Moctezuma. A cambio de pacificar el estado y de que el PRD firmara un acuerdo político nacional para atenuar la inestabilidad derivada de la macrodevaluación, Zedillo aceptó pedirle a Roberto Madrazo la renuncia a la gubernatura e incorporarlo a la Secretaría de Educación.


La negociación se frustró primero porque Muñoz Ledo difundió los puntos acordados y porque Madrazo se refugió en Carlos Hank González.


Años después, López Obrador impulsó el cierre de accesos a pozos petroleros para obligar a la paraestatal a pagar algunas indemnizaciones a campesinos y ejidatarios. Se trataba de un desafío a la ley en instalaciones consideradas como de seguridad nacional. Cuando el tabasqueño fijó el todo o nada, la policía desalojó los plantones a la fuerza. Las averiguaciones previas de varios dirigentes fueron negociadas a cambio de terminar con el problema.


El conflicto legal que padece hoy López Obrador fue producto de un traspié. El tabasqueño decidió jugar por el camino de la institucionalidad y la legalidad al buscar la jefatura de gobierno, pero en el caso de El Encino hizo a un lado la legalidad vigente. Como no tiene hoy a Muñoz Ledo como negociador ni a Zedillo en la presidencia para operar una concertacesión, López Obrador se enfrenta a todo el sistema legal que despreció durante años. El problema, por tanto, no es con Fox sino con la justicia.


El estilo político de López Obrador es el de la búsqueda del poder por cualquier medio. Lo malo son precisamente los medios: no se puede aspirar a formar parte del sistema institucional y legal vigente --hoy como jefe de gobierno y mañana como presidente de la república-- pero sin respetar la legalidad vigente. Si el tabasqueño gana la batalla del desafuero, vence al poder judicial, logra la candidatura perredista y gana las elecciones presidenciales del 2006, entonces carecerá de honestidad al jurar "guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes que de ella emanen".


Lo que está en juego en el caso de desafuero no es la incipiente construcción democrática, sino el Estado de derecho que constituye uno de los pilares de las reglas democráticas. Sin Estado de derecho, la democracia será un juego de presiones callejeras sin fin. Y concretamente lo que se debate en el caso de El Encino es el valor social del amparo como instrumento de defensa del ciudadano contra los abusos de poder de la autoridad y del desafuero como institución política para controlar los abusos de poder de los políticos en los cargos públicos.


Los defensores de la tesis de que el desafuero de López Obrador sería la anulación de la vida democrática no se hacen la siguiente pregunta: ¿de qué sirve la democracia si no hay respeto al Estado de derecho? Lo que López Obrador y seguidores asumen como democracia es simplemente la imposición de hechos políticos por decisión del caudillo y de las turbas. Los datos sobre el proceso judicial en el caso de El Encino son contundentes: no se inventó en diez minutos sino que se inició a principios del 2001 con la solicitud de amparo de una empresa ante una decisión de la autoridad.


Durante cuatro años se ha litigado un caso en torno a una expropiación y un amparo. Por tanto, no hay elementos racionales que apuntalen la tesis de López Obrador de que todo se armó para sacarlo de las elecciones presidenciales del 2006. Si se recuerda bien, López Obrador ganó las elecciones del 2000 con 1.5 millones de votos, contra un millón 460 mil votos de Santiago Creel, menos de un punto porcentual de ventaja. En los primeros meses del 2001, el jefe de gobierno estaba lejos de las encuestas presidenciales.


Por tanto, la disputa no es por las elecciones presidenciales sino por imponer la ley AMLO, es decir, buscar el poder al margen de las instituciones y del stablishment. Si López Obrador quiere ganar la presidencia sin cumplir las leyes, entonces no le queda más que repetir las movilizaciones sociales y la resistencia cívica de 1994 para obligar a Fox a entregarle las llaves de Los Pinos sin pasar por el proceso electoral. Es decir, una versión de golpe de Estado contra las instituciones para obtener la presidencia de la república.


Las ventajas de López Obrador en las movilizaciones sociales del pasado radicaron en los temores de Salinas y de Zedillo de enfrentar violentamente las protestas. Salinas, por ejemplo, destituyó a los gobernadores de Tabasco y Michoacán por presiones sociales del PRD y no por pruebas en el proceso electoral. Si se recuerda, el delegado del PRI en Michoacán era Roberto Madrazo y antes de salir puso las actas en mesas públicas en Morelia. Aún así, Salinas tumbó a Eduardo Villaseñor para tranquilizar al PRD.


Salinas era un presidente ilegítimo, aunque legitimado con la ayuda invaluable de Manuel Camacho. Zedillo fue un presidente sin experiencia política ni compromisos con el PRI. Los dos gobernaron un sistema autoritario que retorcía la ley para concertacesionar con el PRD y el PAN. Hoy Fox carece de fuerza y de estructura para realizar concertacesiones. Por eso no puede sobreseer el expediente de El Encino.


López Obrador constituirá la prueba de fuego para el PRD: luchar por el poder a través de las instituciones, la legalidad vigente y el Estado de derecho o sin cumplir con las reglas legales del juego democrático. Así de simple.

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