1. Los comicios federales intermedios de 1997 marcaron sin lugar a dudas el final de una etapa decisiva de la transición mexicana a la democracia. Después de un tortuoso y accidentado proceso jalonado por crisis, agravios, negociaciones y reformas siempre insuficientes, dichos comicios mostraron que el país tiene ya los elementos básicos para que el voto ciudadano cuente y se cuente, para que exista una verdadera competencia plural y relativamente equitativa entre partidos y para que se cumpla por ende con los principios esenciales de la democracia pluralista moderna. Con las deficiencias que se quieran, contamos finalmente con leyes e instituciones electorales capaces de otorgar transparencia y credibilidad a las contiendas electorales y al cómputo de los sufragios. Mal que les pese a todos aquellos que habían hecho de los vicios que deformaban a nuestro sistema electoral la base de su protagonismo y de sus reclamos, en estos aspectos la transición ha culminado y lo ha hecho exitosamente.
Sin embargo abundan las razones para rechazar la afirmación de que, con ello, hemos accedido a una cabal normalidad democrática. No sólo por los enormes vacíos institucionales y legales heredados de la época del partido casi único, mismos que sustentan buena parte de las incertidumbres y de la crispación existentes. También porque los costos y agravios generados por nuestra larguísima transición requerían todavía de grandes esfuerzos de reforma y reconstrucción del Estado mexicano. De un Estado que, como insistía en su tiempo Pereyra, estaba diseñado en términos que hacían impensables la alternancia y el pluralismo en lo que respecta a la gobernabilidad y la estabilidad del país. De un Estado que por eso hoy se asemeja a un edificio semiderruido, sustentado apenas en obras de emergencia y necesitado de una revisión a fondo de sus cimientos y pilares básicos. De un Estado que ha perdido sus mecanismos de gobierno tradicionales —autoritarios y corporativos— sin haber logrado sustituirlos por nuevos mecanismos —democráticos y ciudadanos.
Por si esto fuera poco, el país debe afrontar simultáneamente los retos y rezagos producidos por una modernización económica y social, acaso inevitable y deseable, pero enormemente costosa para el bienestar y las oportunidades de la mayoría de la población. Agudizados por las consecuencias de un incremento demográfico explosivo y por un contexto económico internacional plagado de riesgos, estos retos y rezagos parecerían exigir mucho más que comicios limpios y competidos, mucho más que reglas claras para la competencia de los partidos, es decir, de una verdadera reformulación pluralista e incluyente de un proyecto nacional a la altura de los mismos.
Hoy México es sin duda un país más democrático, más pluralista y más moderno; pero es también un país con mayores desigualdades, con más pobreza, marginación y exclusión; es también, hay que empezar por reconocer este punto, un país dolorosamente más injusto e inseguro. Lo que no puede sino recordarnos la idea de Whitehead citada por Hirschman según la cual "los principales avances de la civilización son procesos que casi arruinan a las sociedades donde tienen lugar". Contra la idea simplista de que todas las cosas buenas vienen juntas y de que la democracia es una especie de remedio instantáneo para todos los problemas sociales, conviene asumir seriamente los costos de su construcción y de su funcionamiento adecuado, reconociendo que ella no puede vivir solamente de agravios y posturas antiautoritarias sino que requiere de importantes dosis de civilidad e imaginación política. Reconociendo, además, que se trata solamente de un método para formar y controlar gobiernos que por consecuencia depende en sus resultados de la capacidad de sus actores y protagonistas para dotarla de contenidos positivos y propositivos.
En este sentido asombra y preocupa la inmadurez y precariedad cívica de la mayor parte de nuestros sujetos políticos y sociales. Se trata en la mayoría de los casos de organizaciones, agrupaciones y liderazgos que, a pesar de sus reclamos democráticos, parecen seguir funcionando y operando como si sólo existiera un único responsable de las dificultades y problemas del país: el titular del Poder Ejecutivo. Y que por ende parecen constantemente dispuestos a tensar los problemas, a agudizar los conflictos y a tomar como rehenes la propia estabilidad y seguridad del país, lo mismo que las urgentes reformas institucionales. Véase por ejemplo la inverosímil interpretación que del "mandato del 6 de julio" hacen los dirigentes del llamado Bloque Opositor reformulando la legítima tesis de no taxation without representation en la absurda idea de representation to avoid taxation. O considérese la actitud de tantos políticos, obispos y observadores frente a las tragedias y conflictos de Chiapas, como si se tratara no de la suerte y de los sufrimientos de los mexicanos más pobres y más vulnerables sino de una jugosa posibilidad de sacar ventajas inmediatas.
La democracia que vino lleva las marcas de nuestro pasado autoritario, en especial bajo la forma de una difundida cultura de la irresponsabilidad y de la impunidad. Ello explica, al menos en parte, el desorden que priva en los partidos, en las organizaciones sociales y en las propias filas gubernamentales. Todo ocurre como si el agotamiento de la vieja lógica ultrapresidencialista encargada de arbitrar y resolver en última instancia los problemas más diversos y de sostener una jerarquía vertical de mando, hubiera abierto paso a una anomia pertinaz que favorece los protagonismos más disparatados e irresponsables en todos los niveles institucionales y sociales. Con independencia de la voluntad o capacidad del presidente Zedillo —que en todo caso ha logrado mantener importantes controles políticos hasta este momento— lo cierto es que se ve sometido constantemente a demandas incompatibles de autoacotamiento de sus funciones y de intervención como única instancia capaz de limitar la discrecionalidad de los más diversos actores y funcionarios.
En ocasiones el estridente espectáculo público de nuestra incipiente democracia hace pensar en los cuentos crueles en los que el cumplimiento de los deseos de sus protagonistas se ve acompañado fatalmente de consecuencias tan negativas que acaban por transformar esa realización de los deseos en una verdadera pesadilla. Así, la deseada división y equilibrio de los poderes semeja con frecuencia más un pretexto para interminables y frívolas riñas entre personajes cuya única preocupación parece ser la de no perder visibilidad. La autonomía de la sociedad civil, por su parte, se traduce no en organizaciones responsables capaces de fomentar la participación ciudadana sino en ocasión para que todo tipo de mercaderes y "señores de la guerra" exploten, capitalicen y profundicen los de por sí agudos problemas de una sociedad desorientada y hundida en la desconfianza y el resentimiento. La exigencia misma de que los derechos fundamentales sean respetados puntualmente se vuelve a su vez, en ocasiones, oportunidad para el desarrrollo de ambiciones teológico-políticas o de simple y llano lucro por parte de agrupaciones incapaces de reconocer la complejidad de las dificultades o los peligros de apoyar grupos aventureros como el EPR y el EZLN.
Nada de lo anterior legitima nostalgias por nuestro pasado autoritario. La estabilidad que por décadas posibilitó el viejo sistema político también prohijó buena parte de nuestras carencias y deformidades actuales. Basada en una disciplina básicamente pragmática y servil, sustentada en una idea cortesana de la autoridad, promotora por ende de una "ética" de la indignidad y la irresponsabilidad, esa estabilidad vació de sentido público o cívico a las actividades políticas y generó las enormes dosis de desconfianza, cinismo y particularismo que todavía hoy padecemos. El descrédito y el desprestigio de gran parte de las instituciones lo mismo que la corrupción y el patrimonialismo que convierten los cargos públicos en fuentes de privilegios y riqueza, fueron también el alto costo cultural de aquella estabilidad tan celebrada.
Pero tampoco parece razonable pensar que nuestra democracia naciente podrá consolidarse sobre la base del resentimiento y la autodenigración. Hasta ahora la mayor parte del capital político de los partidos y líderes parece ligado a un pasado que no termina de pasar, a una constante remisión a los agravios, a los excesos y a los presuntos culpables de los mismos. Todo sucede como si las fuerzas políticas fueran incapaces de asumir los avances, las novedades sociales e institucionales prefiriendo alargar indefinidamente la culminación de nuestra ya de por sí prolongada transición política. Todo sucede como si en lugar de ofrecernos ofertas de futuro viable y deseable, se obstinaran en presentarse exclusivamente como acreedores y/o herederos de un pasado insuperable. De esta manera, los problemas sustantivos de la desigualdad, de la marginación, del desarrollo económico y social, de la procuración de justicia, de la seguridad, de la vigencia estricta de las leyes, de la construcción de una nueva gobernabilidad, de la educación y de la inserción exitosa de México en un mundo globalizado, apenas tienen lugar en la agenda efectiva de los dirigentes partidarios, ocupada en cambio por las pequeñas grillas, las estridencias, los ataques personales y la demagogia más elemental.
2. En esta perspectiva el necesario ajuste de cuentas con nuestro pasado no puede seguir sustentándose en visiones maniqueas y polarizadoras. Después de todo lo que hoy son nuestro país, nuestra sociedad, nuestras instituciones y nuestras capacidades es el resultado del esfuerzo y el trabajo de muchas generaciones de mexicanos. No son solamente 500 años de dominación como dicen algunos; no son tampoco el mero producto de la corrupción y el autoritarismo que por ende haya de ser negado absolutamente. Son más bien las consecuencias de una historia compleja, conflictiva, accidentada y no pocas veces violenta, en la que pese a todo la sociedad mexicana supo crecer, diferenciarse, renovarse y afrontar difíciles desafíos internos y externos. Son además la única base que tenemos para enfrentar un futuro siempre más complicado en el que los riesgos serán inseparables de las oportunidades, y en el que el país tendrá que jugarse una y otra vez su viabilidad y sus progresos.
Contra lo que muchos preconizaron, la transición mexicana no ha requerido ni desplomes institucionales, ni rupturas revolucionarias, ni derrocamiento de gobiernos instituidos. Ha sido, en cambio, un proceso sin duda jalonado por crisis y agravios, pero sobre todo promovido por negociaciones, compromisos y reformas graduales. En este trayecto han perdido tanto las posturas conservadoras, siempre reacias a asumir los cambios, como las posiciones radicales, igualmente incapaces de reconocer los avances parciales. Acaso con menos cerrazón de unos y otros se hubieran podido evitar buena parte de las tragedias y agravios que siguen pesando negativamente en el presente. Acaso una mayor flexibilidad y sobre todo una mayor visión de Estado hubiera permitido paliar polarizaciones y violencias que permanecen como lastres de nuestra incipiente democracia. Pero de cualquier manera nuestros agentes y organizaciones políticas tendrían que asumir las lecciones de esta historia difícil.
Hoy lo que está en juego ya no es si nos dirigimos hacia la democracia, sino la clase de democracia que podremos construir. Debiera ser evidente a estas alturas que hay democracias eficientes y democracias irrelevantes, democracias funcionales y democracias desgastantes, democracias civilizadoras y democracias bárbaras. Lo que las distingue no son las elecciones limpias o la competencia libre de los partidos, sino más bien su capacidad de traducir estos procesos en gobiernos eficaces y responsables, en gobiernos capaces de encauzar y procesar productivamente la pluralidad política y social, en gobiernos integra-dores y promotores de bienestar. Ahora bien, la calidad de los gobiernos depende en términos generales de tres factores: de la existencia de instituciones estatales eficaces, profesionalizadas y sensibles a las demandas sociales; de la existencia de partidos representativos y responsables ante los electores; y de una sociedad civil cuyas organizaciones sean capaces de promover la participación ciudadana en la demanda, elaboración, deliberación y aplicación de las políticas públicas.
Desde esta perspectiva la tarea de construir una democracia eficiente y relevante supone reformar y fortalecer al Estado, comenzando por las instituciones encargadas de la seguridad pública y la procuración de justicia. Es ésta seguramente la asignatura más urgente y difícil, por cuanto se trata de erradicar vicios, tradiciones e impunidades fuertemente enquistadas en todos los niveles de las organizaciones policiacas, hoy agudizadas por la presencia creciente y amenazadora del crimen organizado. Por lo que siendo urgente requerirá de un prolongado esfuerzo de gobiernos, partidos y organizaciones sociales, lo mismo que de grandes recursos materiales. Ya sólo este punto pone en evidencia la increíble frivolidad implicada en la pretensión opositora de reducir impuestos. ¿Realmente se cree que reformar las instituciones estatales es "un cambio que no cuesta"?
La consolidación de un sistema de partidos cabalmente democrático y representativo aparece también como un requisito indispensable para la consolidación de un pluralismo político responsable. En más de un aspecto los actuales partidos se muestran hoy por debajo de los requerimientos más elementales de una democracia razonable. Ello se debe en gran medida a su incapacidad para asumir los propios avances democratizadores y para reconocer, por ende, que las estrategias y tácticas de la era del partido casi único (e incluso del partido mayoritario) ha terminado. En particular el PRI parece incapaz de enfrentar una descomposición interna evidentemente vinculada con el nuevo contexto competitivo. Manteniendo tozudamente sus viejas reglas no escritas que prescribían una sorda y sórdida lucha interna para la conquista de candidaturas, cargos y canonjías, impotente para promover el surgimiento de liderazgos presentables, la vieja maquinaria oficialista parece condenada a ser testigo de una ruina provocada por sus conflictos internos y por su incapacidad para relacionarse adecuadamente con el gobierno (con el que mantiene una relación de ne cum te ne sine te).
Por su parte, los partidos opositores mayores se presentan divididos y agobiados por sus propios éxitos. Sus dirigentes y sus coordinadores parlamentarios se muestran sistemáticamente incapaces de optar claramente por estrategias que vayan más allá de posicionamientos tácticos inmediatistas, revelando así la fragilidad e incoherencia de sus planteamientos programáticos. Unidos por la gana de derrotar para siempre al viejo aparato oficialista, oscilan interminablemente entre bloques oportunistas y ataques recíprocos, entre planteamientos claramente demagógicos e irresponsables. Y en definitiva entre ser partidos de la transición —cuya sola razón de existencia por ende depende de que la transición jamás concluya— y partidos democráticos propiamente dichos.
En el mismo sentido la sociedad civil realmente existente aparece fuertemente permeada por los agravios y tradiciones de la época del partido casi único. Seguramente es celebrable la proliferación de organizaciones sociales que quebró por siempre el monopolio priísta de la representación de intereses. Seguramente el ejercicio de las libertades básicas (de reunión, organización y expresión) supone un inmenso avance democratizador. Pero pocas dudas puede haber de la inmadurez democrática de la mayor parte de las organizaciones de la sociedad civil mexicana, desde las empresariales hasta las impulsadas por el clero católico. Inmadurez que se expresa en dos aspectos básicos: en su resistencia a asumir cabalmente la legalidad como marco de sus demandas y acciones, y en su particularismo excluyente y no pocas veces depredador.
La democracia que vino presenta pues muchos claroscuros. Es una democracia fuertemente contaminada por las tradiciones y rutinas del pasado autoritario; es una democracia marcada por el resentimiento y la irresponsabilidad de la mayor parte de los actores. Y aunque significa un decisivo logro de la sociedad mexicana debiera verse no como el punto de llegada sino apenas como el frágil punto de partida para la construcción de una sociedad que no tenga ya que avergonzarse de sus injusticias y sus desgarramientos, es decir, de una sociedad decente.
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